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La noche del aguacero

La noche del aguacero, cuéntame dónde estuviste que no te mojaste el pelo.

Aquella noche llovió como si no fuera a existir un mañana. Fue una de esas tormentas que aparecen en las noticias y que dan trabajo al cuerpo de bomberos. La tromba de agua fue de tal magnitud que los huéspedes del ático bajaron aterrorizados por el estruendo del agua sobre el tejado. Fueron testigos de otra tormenta, la que tuvo lugar aquí mismo, frente a la recepción de Saucepolis. Esta tormenta, no tan literal pero aún más dramática, llevaba años fraguándose. La meteorológica surgió de la nada, de hecho había hecho una tarde esplendida. La casualidad quiso que ambas estallaran a la vez y que yo estuviera presente.

Aquella hermosa tarde llegó el señor Ramirez especialmente simpático. Me saludó afectuosamente, estrechó mi mano y se interesó por el personal del hotel. Pero no fue su simpatía lo que más llamó mi atención, sino la joven a la que sujetaba por la cintura y a la que no había visto en mi vida.

-Te presento a mi esposa. Le he hablado tan bien de vosotros que ha insistido en acompañarme en esta ocasión.

-Encantado de conocerla, su esposo es uno de nuestros clientes más fieles.

La palabra fieles resultaba especialmente poco adecuada si tenemos en cuenta que en todos los años que llevaba visitándonos, el señor Ramirez había venido acompañado por la que todos suponíamos su esposa, pero que no era la joven a la que abrazaba en estos momentos.

-Yo subiré a la habitación a descansar, el viaje me ha dado un terrible dolor de cabeza- dijo la joven. Intenta conseguirme unas aspirinas, Adolfo- le dijo al señor Ramirez.

-En seguida querida, buscaré una farmacia de guardia.

En cuanto la señorita subió al ascensor, Ramirez me preguntó si teníamos aspirinas.

-Naturalmente

-Pues dame un paquete, y otra habitación, pero no le digas nada a mi esposa.- me dijo con sorprendente naturalidad.

Se retiró a la segunda habitación cuando los primeros truenos sonaban en la calle. La tormenta se presentó de manera fulminante, y con ella el equipo de tenis que teníamos alojado en el hotel. La lluvia había cancelado el campeonato, y media docena de tenistas adolescentes inundaron la recepción con su entrenador a la cabeza. El entrenador era un fornido y atlético joven con amanerados ademanes.

-¡Chicas, Chicas! no alborotéis, subid a las habitaciones, yo iré a buscar algo de cena.

Los huéspedes del ático bajaron asustados y se quedaron en la cafetería tomando un café, a esperar que pasara la tormenta. Entre unos y otros apenas pude saludar a la supuesta esposa de Ramirez, la que siempre le acompañaba, que subió directamente por la escalera al ver el movimiento que había en el hotel.

Y por un momento todo quedó en calma. Es curioso como en un hotel se pasa del caos más absoluto a la calma total en pocos segundos. Los huéspedes del ático tomaban su café mientras veían llover a través de las ventanas de la cafetería. El entrenador buscaba un sitio de comida rápida seguramente empapado. Las jugadoras de tenis esperaban la cena en sus habitaciones. La señora de Ramirez soportaba su dolor de cabeza sin aspirinas. Y el señor Ramirez y su largamente supuesta esposa yacían impunemente en su habitación. Pero en recepción todo era quietud. Poco habría de durar.

Cuando el ascensor comenzó a bajar desde el piso en el que se alojaba la señora de Ramirez empecé a temer que la situación podría llegar a ser tensa. La joven salió del ascensor con cara de preocupación y se dirigió a la recepción.

– Disculpe, hace más de media hora que mi esposo salió a buscar una farmacia, no contesta al teléfono y con este aguacero temo que pueda haberle pasado algo.

-No se preocupe, no es fácil buscar una farmacia bajo la lluvia, seguro que llega de un momento a otro- dije tratando de escurrir el bulto.

El teléfono sonó, y al ver en la centralita que era la habitación de Ramirez y su amante me dio un vuelco el corazón. Traté de ignorarlo, como si no estuviera sonando.

-Por el amor de dios, conteste al teléfono, me va a estallar la cabeza.

-¿Qué teléfono?- contesté como un imbécil.

-¡El maldito teléfono!, ha sonado ya más de quince veces.

Contesté, el Señor Ramirez me informó de que estaban bajando y me pidió que consiguiera un taxi para la señorita.

-Cómo no- contesté sin encontrar la manera de avisarle.

Cuando la señora Ramirez vio a su esposo salir del ascensor con su amante los miró a uno y a otro con incredulidad. El Señor Ramirez fingió no conocer a su amante y sacando las aspirinas de un bolsillo le dijo:

-Querida, me ha costado un mundo encontrar una farmacia.

La expresión de su amante me dio a entender que no estaba en absoluto al corriente. Ambas mujeres miraron fijamente al señor Ramirez, que sostenía estúpidamente las aspirinas. El ambiente podía cortarse con un cuchillo, pero como toda situación es susceptible de empeorar, el entrenador de tenis llegó empapado con unas bolsas de comida china.

-¡Adolfo!, qué alegría verte por aquí. Cómo es posible que no me hayas dicho que estabas en la ciudad. Y por cierto, no puedo creer que no me llamaras después de lo de Albacete, fue muy poco caballeroso por tu parte. De todos modos te perdonaré, espérame a que suba la comida a las niñas y vengo a por ti, guapetón.

Adolfo me miró, se encogió de hombros y la verdadera tormenta estalló. Correré un tupido velo sobre los insultos, gritos y lágrimas que tuvieron lugar a continuación. Resumiré diciendo que ambas mujeres se marcharon, para mi sorpresa, compartiendo lágrimas y taxi, y que el señor Ramirez pasó aquella noche con el entrenador de tenis. Los huéspedes del ático fueron testigos de la escena desde la cafetería, como quien ve una telenovela. Cuando todo se hubo calmado, incluido el aguacero se acercaron a recepción a por su llave.

-No se lo va a creer, pero el señor que estaba aquí hace un rato, el que discutió con las dos señoritas es idéntico al párroco que casó a nuestra sobrina el año pasado. No puede ser él, pero no había visto un parecido tan grande en mi vida.

-Yo ya me creo cualquier cosa, señora.

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