
Había una vez en el Sauce
Había una vez un pequeño duende que vivía escondido por los rincones de un hotel. Era un personajillo travieso y juguetón que adoraba las bromas y los malentendidos.
Tenía por costumbre salir de su escondite para perpetrar sus maldades durante la noche. Le gustaba comerse los croissants del desayuno y llevarse a su guarida el último y codiciado pedazo de tortilla de patata. Escondía las llaves de las habitaciones para que los huespedes creyeran haberlas perdido. Ponía sal en los azucareros y azucar en los saleros, metía calcetines rojos en las coladas de ropa blanca y cambiaba de envase los prdouctos de limpieza para desesperación de las chicas de limpieza.
El personal y los huéspedes del hotel pensaban que todas estas cosas eran producto de sus despistes, y maldecían su mala cabeza cada vez que el pequeño duende travieso cometía una de sus fechorías. El duende mientras tanto se moría de risa. Pero una noche cometió una imprudencia. Se dejó ver comiendose los bombones de una habitación y dejó sus diminutas e inconfundibles huellas de chocolate en la ropa limpia de la lavandería.
El rumor de que había un duende en el hotel se extendió como un reguero de pólvora. Empleados y huespedes comenzaron a atar cabos. Todos echaron las culpas de sus desgracias al duende, pero no solo las cometidas por él, sino los verdaderos fallos y despistes que todos sin excepción cometían a diario.
Cuando había un error en una factura o una reserva se traspapelaba, desde recepción, echaban la culpa al duende. Si en lavandería faltaba una toalla o aparecía un quemazo de plancha en un mantel, el duende era el responsable. Y si en los desayunos se quemaba una tostada o había una pepita en el zumo, todos, sin dudar, pensaban en el pequeño duende travieso. Hubo incluso clientes que afirmaban haber visto al duende moviendo las columnas del parking para que se rallaran los coches al aparcar.
Se creó tal clima en contra del duende que empleados y clientes organizaron redadas para darle caza. Varias veces logró escapar de milagro nuestro travieso amigo, asustado y arrepentido. Pero una mañana lo acorralaron en la cocina. Cargados de ira y frustración, odiando al duende por despistes propios y ajenos le obligarobn a saltar sobre los fogones. Una inmensa llamarada apartó al duende de sus vistas y un pequeño incendio se declaró en la cocina.
Tras sofocarlo, avergonzados por su crueldad y entre terribles sentimientos de culpa, fingieron que todo había sido un accidente. En un ataque de hipócrita cordura convinieron que el duende nunca existió. Que duendes y brujas son cosas de niños, y que como errar es humano, las travesuras del duende no eran sino despistes propios.
Pero lo cierto es que el duende existió… y existe, pues milagrosamente saltó hasta la campana extractora evitando el fogonazo y, un poco chamuscado, regresó a su escondite muerto de miedo. Todavía hoy vive por aquí, y se ha enmendado bastante. Pero a pesar del escarmiento, muy de vez en cuando hace alguna de las suyas. Alguna vez muy de noche me ha parecido verlo husmeando por ahí. Así que si alguna vez en un hotel cree haber perdido las llaves y estas aparecen milagrosamente donde usted no recuerda haberlas dejado, tal vez pueda echarle la culpa al pequeño duende travieso. Pero si en una ocasión aparcando roza el coche contra la columna, no se engañe y regule su espejo retrovisor.
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